
Camino Libre

Texto & fotografía por Sara Alura
traducción por Diana Ferraro
enero 2020
En ese momento, dejé de huir corriendo de la muerte y, en su lugar, avancé paso a paso hacia el amor. Eso me salvó. Nunca he dejado de avanzar hacia el amor.
— Nando Parrado
Milagro en los Andes
I
En febrero 2018, pasé una semana haciendo dedo y acampando a lo largo de la costa del Pacífico al sur de Valparaíso, en Chile. En cada auto y camión al que me subía, en cada pueblo de pescadores que recorría, cada persona que encontraba exclamaba: Pero ¿andas solita? ¡Qué valiente! Su reacción era el eco de la respuesta habitual que recibo cuando digo a alguien que me mudé sola de California a Chile. Ante la sorpresa, yo expresaba mi objeción—algo me molestaba en la palabra “valiente”. ¿Por qué tiene que ser valiente el primer adjetivo que les viene a la mente al confrontarse con una mujer soltera viajando sola? ¿Por qué el acampar en una playa barrida por el viento y hacer dedo en caminos campestres, representaría un acto de coraje?
La respuesta es una vieja y gastada verdad: el mismo camino presenta un terreno muy diferente a una mujer que a un hombre. Vivir dentro de un cuerpo femenino es un riesgo (y un riesgo aún mayor a mayor oscuridad en la piel y a mayor distancia una se encuentre de la heterosexualidad). Si yo era o no valiente parecía no ser el punto—ser mujer no debería ser un asunto de coraje. Sin embargo, me faltaban las palabras—tanto en inglés como en español—para articular todo esto a mí misma o a otros.
Después de una semana de avanzar hacia el sur, comencé a hacer dedo de vuelta a casa, a Valparaíso. Era de noche, había tomado un bus de San Antonio a Cartagena y, allí afuera, a través de la ventanilla del bus, había una pared cubierta con un grafiti de letras enormes:
CAMINO A CASA
QUIERO SER LIBRE
NO VALIENTE
Camino a casa—en lo que debería ser el trayecto más común de mi día—no debería tener que vestirme con mi armadura. Prefería ser libre antes que heroica (o una víctima).
El patriarcado es un juez,
que nos juzga por nacer
y nuestro castigo
es la violencia que no ves.
Versos citados de “El violador en tu camino” por LasTesis
CAMINO A CASA QUIERO SER LIBRE, NO VALIENTE. Aquel grafiti (una popular consigna feminista) me hizo tambalear. Cuando yo tenía diecisiete años, un joven de mi escuela secundaria me asediaba cada día, durante meses. Todo lo que él quería era una oportunidad, me insistía cada vez que me arrinconaba, con sus ojos oscuros llenos de angustia. ¿No podía yo darme cuenta de cuánto lo estaba lastimando? ¿Cómo podía yo ser tan cruel como para escaparme cada vez? Hasta que agoté mi provisión de “no”, juró seguirme por la calle hasta que pudiera arrancarme un derrotado “sí”.
En un cierto sentido tuvo éxito en crear esa relación íntima que buscaba. Ocupaba mis pensamientos mucho más que cualquier enamoramiento. Más desesperadamente obsesivo se volvía él con tenerme, más obsesivamente desesperada con escaparme me volvía yo. Cuando razonar, amenazar o rogar no lo conmovían, yo recurría a la única defensa que me quedaba: huir. No había ni libertad ni valentía en esas largas carreras hacia mi casa, solo puro terror y el deseo de gritar. Era una chica independiente a la que le gustaba deambular sola por los senderos de la montaña. Estar bajo la constante vigilancia de un extraño, era el más terrible robo a mi propia identidad.
Me preocupaba que la gente descartase mis miedos por considerarlos una paranoia, o peor aún: que yo realmente estuviese siendo demasiado sensible. Nadie alrededor nuestro, incluyéndonos a él y a mí, comprendía la diferencia entre búsqueda de romance y acoso. El hostigamiento y abuso no siempre transcurren a puertas cerradas—muy a menudo ocurren en espacios abiertos, ante la aprobación implícita de compañeros de trabajo, de un equipo deportivo, de la familia, de la nación. ¿Dónde pedir ayuda cuando tu emergencia es precisamente la supuesta normalidad?
Y luego estaba el problema del lenguaje. ¿Cómo explicar ese inexplicable sentimiento de cautividad? Yo no tenía vocabulario para denunciar el abuso; no conocía aún los términos acosar, violencia de género, o siquiera feminismo. Sabía lo que perdón y curación significaban, pero no cómo hacerlos realidad. Si me animaba a hablar del tema, era para reasegurar: Estoy bien. Él no es tan malo. Ya pronto va a parar.

“Auto-retrato I” ©2022 Sara Alura Rupp
Nunca dejé de correr. Me llevó tres años darme cuenta de que estaba traumatizada y otros tres para aceptar que siempre iba a quedar una cicatriz psicológica. A pesar de mis esfuerzos para dejar esto atrás, ¿cómo olvidarme del sentimiento de ser vigilada, deseada, perseguida? Muchos otros hombres—con sus silbidos, bocinazos y gritos; con sus pasos pesados siguiéndome cuando volvía a casa, bajaba del bus, o iba al trabajo—me recordaban aquel sentimiento: el miedo.
El incidente más reciente ocurrió una tarde soleada en Valparaíso cuando un joven drogado trató de robarnos a mí y a mi amiga. Durante un instante, en shock, avizoré sus ojos afiebrados, el cuchillo relampagueando en sus manos. Quizá él confundió la inmovilidad de mi shock con audacia, ya que dio media vuelta para amenazar a mi amiga. Fue ahí cuando recordé que mi llavero emite una sirena ensordecedora que se activa al tirar de un ganchito. La sirena desgarró la calma de la tarde; mi amiga gritó y se arrojó sobre él; un hombre que pasaba se acercó y gritó; el joven retrocedió, dio una última, nerviosa puñalada al aire, y escapó corriendo.
Aunque caminamos de vuelta a casa sin haber recibido ningún daño, el encuentro me dejó conmocionada. Había cuidadosamente, convenientemente olvidado que las mujeres nunca dejan de ser vulnerables. La costra que yo había cultivado para cubrir la vieja herida había sido violentamente arrancada—y yo estaba furiosa. Veintidós años siendo mujer es demasiado tiempo para tener que acomodarse a semejante mierda.
Durante las semanas que siguieron, no dejaba mi casa sin un aerosol de pimienta. Dejé de explorar las escaleras escondidas de Valparaíso con sus callejuelas sinuosas, y regresaba a casa eligiendo solo trayectos con mucho tráfico. A pesar de todas mis precauciones, sin embargo, ningún método de defensa podía preservarme de esa sombra que siempre estaba ya dos pasos detrás de mí, susurrando en mi oído, ya avanzando tres pasos adelante, vigilándome, esperando. Algunos días la sombra se disfrazaba de Enojo. Otros días, como Resentimiento. Muchas noches como Pena. Por más cansadora que fuese su compañía, me di cuenta—alarmada—de que me había acostumbrado a ella. Le había permitido (ya no más a él, sino al miedo, al inquebrantable miedo) seguirme durante demasiado tiempo. A veces, el miedo surgía como una furia enceguecedora que desencadenaba horas de rabia hacia su sombra. Otras, me despertaba de una pesadilla de pasos fuertes, en el cuarto en silencio, con el corazón latiendo frenético en su jaula de costillas. Tratar de escapar de regreso al sueño era fútil. Una no puede desembarazarse de esa clase de rabia que arde en tu piel desde adentro hacia afuera. Permanecía acostada, atrapada por el dolor y la rabia, preguntándome dónde estaba la salida.
Y la culpa no era mía, ni dónde estaba, ni cómo vestía
Y la culpa no era mía, ni dónde estaba, ni cómo vestía
Encontrar la salida era un problema que desesperadamente había tratado de y fracasado en resolver durante el abuso. ¿Cómo escaparse del extravagante deseo de un hombre cuando la causa de ese deseo es tu propio cuerpo? ¿Dónde puedes escaparte cuando el blanco está dibujado sobre ti, fijado a tu cara, a tus pechos, piernas, a la más ligera exhibición de tu piel? Desde entonces, me he preguntado lo mismo después de cada incidente de acoso sexual. No importa cuán recatada o sobria o alerta seas, hay muy pocas barreras que puedes interponer entre las peores intenciones de un hombre y tu seguridad. Una prolongada mirada o unas pocas palabras tentativas, musitadas, pueden encogerte y hacerte pequeña ante su atención, y hacerte cruzar tus brazos y vestirte con tantas capas de ropas hasta que ya no parezcas un objeto deseable.
El acoso, y más generalmente, la misoginia, hacen eso a una mujer: te hacen odiar tu propio cuerpo tanto como ellos lo odian, tanto como para que desees abandonar tu cuerpo—ese recipiente no solicitado que te ha traído tanta atención no deseada y discriminatoria—y devolverlo. Terminar con esa tiranía que llaman Género.
Pero no es la femineidad, lo veo ahora, de lo que yo quería escapar. Y tampoco de él, de su atemorizante presencia y sombra constante. Yo quería liberarme de mí misma—de esa chica atrapada dentro de sí misma por el miedo, huyendo de ella misma, destrozada por su pesar. ¿Quién estaba verdaderamente saboteando mi autoestima y persiguiendo mi serenidad?
La lógica del miedo.
¡Cuán elocuente es!
Corre tan rápido y fuerte como puedas, chica. Su sombra pisándote los talones es ahora la tuya.
Necesitaba tanto desprenderme de todo eso. Quería tanto ser libre: libre de mirar el pasado con aceptación e incluso—¿sería posible?—perdón. Si pudiera dejar de huir por fin del pasado, quizá entonces podría comenzar a avanzar hacia la curación.
El fracasado intento de robo ocurrió en enero de 2018. La aparición de las palabras del grafiti fue en febrero, cuando regresaba a casa después de diez días de hacer dedo por la costa. Una larga hilera de playas tranquilas se extendía en mi recuerdo, calma e infinita, como la carretera al amanecer.
En la primera semana de marzo soplaron vientos salados a través de las altas, empinadas calles de Valparaíso, azotando las ventanas abiertas, y ondulando las sábanas limpias tendidas en las cuerdas. Las estaciones estaban cambiando: por algún misterio, las húmedas horas del verano pronto se agudizarían en el otoño. Sacudí la arena de mi carpa, fui al mercado a comprar choclos y tomates para llenar mis alacenas vacías. Cuando vi los volantes clavados en los postes de teléfono y pegados en las vidrieras de los negocios, anunciando la marcha del Día Internacional de la Mujer en Valparaíso, de pronto supe lo que tenía que hacer.
El abuso en mi escuela secundaria había estado fuera de mi control, pero la cicatriz remanente no lo estaba. Era hora de hacerme cargo de su completa curación.

“Auto-retrato II” ©2022 Sara Alura Rupp
II
Antes de que Chile despertase, existía un sueño. El de un oasis dentro de América Latina, una democracia post-dictadura que llevase adelante un exitoso experimento neoliberal.
Antes de que los estudiantes secundarios saltasen los torniquetes del metro en Santiago, provocando así un estallido social en octubre de 2019, las estudiantes mujeres a lo largo de Chile ya se habían apostado detrás de barricadas en las sedes de sus universidades durante varias semanas, como parte del movimiento estudiantil de 2018, exigiendo el fin del sexismo y del acoso sexual en la educación superior.
Antes de que saliera a marchar el 8 marzo 2018 para curarme, estaba esa herida clamando por una cura.
Antes de la herida, el terror.
Antes del 11 de septiembre de 2001, existió el 11 de septiembre de 1973. Temprano esa mañana, las fuerzas armadas chilenas tomaron el control del país y, hacia el mediodía, las bombas estaban cayendo sobre el Palacio Presidencial en Santiago.
¿Quiénes eran los terroristas? Las fuerzas armadas chilenas, envalentonadas por una presidencia débil que estaba derrumbándose rápidamente, en parte debido a una década de operaciones encubiertas de la CIA (campañas de propaganda, un intento de golpe de estado, apoyo a los partidos de oposición de derecha, sabotaje económico—las tácticas habituales).
¿Cuál era la gran causa defendida por la agencia norteamericana? Detener el canceroso avance de la ideología de izquierda en América Latina (y así proteger los intereses de los Estados Unidos en la región). ¿Y a qué apuntaba? A la economía de Chile y a su democracia que había tenido la audacia de elegir a un presidente marxista en 1970. Al caer la noche, el cuerpo del Presidente Salvador Allende estaba siendo preparado para ser llevado a una tumba sin nombre (causa oficial de su muerte: el Presidente eligió el suicidio antes que rendirse, usando el fusil AK-47 que le había regalado Fidel Castro); mientras que policías y soldados recorrían Santiago en búsqueda de madres, maridos, nietas, hijos y supuestos extremistas de la izquierda (arrestaron casi 50.000 en ese primer día); y, en algún lugar en la gran fortaleza de la libertad, Nixon y Kissinger sonreían al sentarse a cenar.
De la noche a la mañana, Santiago se transformó en el sitio de un experimento brutal de tortura, represión y política neoliberal. Más de 250 lugares, muchos de ellos casas comunes, fueron convertidos en centros de tortura. Un año después del golpe de estado, la junta militar designó al General Augusto Pinochet como jefe supremo. El régimen de Pinochet que duró diecisiete años, estableció 1170 centros de tortura y detención; creó una policía secreta que encarceló, torturó y/o exterminó a más de 40.000 víctimas; envió a más de 200.000 personas al exilio; estableció la Operación Cóndor, la notoria red de inteligencia conjunta sudamericana (ayudada por el aparato militar estadounidense) que cazó a los abuelos, hermanas, novios y a esos supuestos extremistas de izquierda dentro de América Latina y en el extranjero; y ganó el abierto apoyo y elogio de los presidentes norteamericanos desde Nixon hasta Reagan—además de la preciada amistad de ciertaMargaret Thatcher—por su implementación de las políticas económicas neoliberales (aprendidas bajo la orientación de Milton Friedman en la Universidad de Chicago).
El estado opresor es un macho violador
El estado opresor es un macho violador
Las mujeres eran particularmente vulnerables durante la dictadura, no solo a las violaciones, secuestros y torturas, sino a la propaganda. La División de Organizaciones Civiles difundía talleres y publicaciones promoviendo el deber de las mujeres hacia la nación, el marido y los hijos. Si una mujer era elogiada, era por su infinita habilidad para negar sus propias necesidades. Si se le otorgaba poder político, éste le era concedido por su noble rol de criar niños leales a Pinochet. Y serían las mujeres, esperaba el régimen, las que doblegarían las urgencias sediciosas de los varones de la familia.
Pero, como todos los regímenes represores, el régimen militar fracasó al calcular mal la capacidad de sus víctimas para sobrevivir, cuidar y sublevarse. Las mujeres en la capital y en el campo fomentaban la rebelión: se organizaban para reclamar e investigar el paradero de los desaparecidos; expresaban su disenso a través de bordados y música folclórica; abrían centros de salud; ayudaban a los desempleados. Otras luchaban contra la creciente pobreza del país con ollas populares—ya que, frente al terrorismo de estado, ¿qué mejor represalia que el acto de alimentar al propio vecino?
Sin embargo, la brutalidad del régimen era tan temida que, durante sus primeros cinco años en el poder, la oposición pública permaneció callada…hasta el 8 de marzo de 1978. Meses de secreta coordinación entre varias organizaciones, en especial, el Departamento Femenino de la Coordinadora Nacional Sindical (una organización de los derechos de los trabajadores), condujo a la aparición de cientos de mujeres llenando las calles cercanas al Palacio Presidencial. Las manifestantes llevaban ramos de claveles rojos que ofrecían a otras mujeres. Dentro de cada flor, una invitación estrechamente enrollada. Las chilenas declaraban que ya habían aguantado demasiado.

Marcha del Día Internacional de la Mujer 2018; Valparaíso, Chile. ©2022 Sara Alura Rupp
Las mujeres, ahora miles, confluían en el Teatro Caupolicán, pasando entre los policías que las hostigaban en la entrada y en la puerta de los camarines. Dentro del teatro repleto el ambiente era tenso pero entusiasta. Un encuentro con esa cantidad de gente y ese espíritu no había tenido lugar en Chile desde antes del golpe de estado. Las mujeres hicieron discursos y las músicos actuaron.
Por primera vez, en un escenario público, se tocó una cueca, la amada danza chilena, como lúgubre protesta. El régimen se había apropiado de la cueca como símbolo patriótico, decretándola danza nacional y obligando su enseñanza en las escuelas públicas primarias. Esa noche, la cueca regresó a su pueblo bajo una nueva forma. Las músicos mujeres, cada una de las cuales había perdido algún ser querido a manos del régimen, llegaron en un vehículo diferente al que llevaba sus guitarras, para evitar el levantar sospechas. Cuando subieron al escenario, las mujeres cantaron una nueva canción—perdí lo que más quería. Frente a los enlutados asistentes, Gabriela Bravo bailó la primera cueca sola. Su compañero de baile habitual había sido llevado a una muerte desconocida. Y así, Gabriela Bravo bailó sola, vestida de negro, de luto total, con una foto de su marido desaparecido prendida a su blusa.
Aída Morena, una líder de los derechos de las trabajadoras domésticas, pronunció el principal discurso. Habló con indignación de la desnutrición infantil bajo el régimen. Hacia la mitad de su discurso, la policía se abalanzó sobre el escenario. Habían tenido demasiada paciencia durante el extraño baile, las canciones, los discursos—pero, no se puede esperar para siempre, y mucho menos para dejar que las mujeres digan lo suyo. Es hora de volver a casa, amenazaron mientras se acercaban al podio. Agarraron el texto del discurso y luego a Aída, y se la hubieran llevado si no fuese por la intervención de los abogados. La tensión que había amenazado el encuentro desde el comienzo, estalló; el público se levantó. Las mujeres escaparon por las entradas del teatro y regresaron a sus casas entre nubes de gas lacrimógeno, dejando atrás los tanques y barricadas.

Ni una mujer menos en Chile” Marcha del Día Internacional de la Mujer 2018; Valparaíso, Chile. ©2022 Sara Alura Rupp
Las mujeres huyeron a sus casas no para esconderse, sino para reorganizarse. Nueve meses después, trescientas delegadas asistieron al Primer Encuentro Nacional de Mujeres. En Santiago, unas académicas fundaron una organización de estudios de mujeres, para investigar la represión política y cultural de las mujeres. Otras mujeres se encadenaron a las puertas del Congreso exigiendo justicia para los desaparecidos. Se unieron junto a centenares de organizaciones políticas y sociales para organizar huelgas de hambre, protestas masivas, conferencias de prensa, huelgas, boicots, intervenciones de arte callejero. Y cuánto más reclamaban las mujeres democracia y derechos sociales, más se daban cuenta de que jamás habían gozado de ellos. La sociedad chilena, ayer como hoy, está dañada por su machismo. La masiva pérdida de empleos durante la dictadura dejó a muchos hombres languideciendo en casa mientras sus mujeres ganaban el pan para la familia. Para las activistas con maridos machistas, todo era salir de una zona de conflicto para entrar en otra: enfrentar la ira del estado porque fomentaban la oposición a éste y el enojo de sus maridos porque salían de la casa.
Un nuevo slogan emergió: Democracia en el país y en la casa (con algunas mujeres agregando un apéndice: y en la cama). Si la democracia iba a regresar a Chile, debía enfrentar los múltiples grados de enajenación que sufría la mitad de la población. En 1983, líderes feministas publicaron el Manifiesto Feminista, exigiendo una sociedad libre de violencia, una en la cual las mujeres⎯y no los hombres—eligiesen cómo definir el ser femenino.
Durante el año final del régimen, 25.000 mujeres se reunieron en Santiago para lamentar las décadas pasadas y celebrar el regreso a la democracia. Aquel 8 de marzo de 1978 pudo haber terminado en violencia, pero galvanizó un movimiento. Durante el resto de la dictadura, el Día Internacional de la Mujer quedaría como un llamado a la celebración y a la protesta.

“Auto-retrato III” ©2022 Sara Alura Rupp
III
En el 40° aniversario de aquel histórico Día de la Mujer, en la ciudad natal de ambos Pinochet y Allende, una hora antes de la marcha de 2018 de las mujeres en Valparaíso, imaginé a aquellas heroínas susurrando, repartiendo comida, marchando con claveles, bailando solas, corriendo a sus casas bajo el gas lacrimógeno, encadenándose a las puertas del Congreso. ¿Qué fuerza las había animado a través de todo aquello? El régimen había ordenado que las mujeres viviesen para su nación, su esposo y sus hijos…mientras les negaba una elección de los métodos. La única decisión que se les permitía era hasta qué punto dejarían que el miedo las controlase.
¿Habían sentido aquellas tempranas activistas, la misma sensación de sublevarse, de aguantar y mantenerse firmes que yo sentía ahora? Contuve mi aliento y me enderecé. Mi amiga estaba escribiendo un grito de batalla en mi espalda. Sentí correr la pintura fría y suave sobre mi piel.
La pintura negra se secó y cubrió mi espalda, antes la zona de tanto terror (él había tratado de asaltarme así, por detrás). Miré por encima de mi hombro y en el manchado espejo del pasillo, vi a una nueva mujer parada y dándome la espalda. Ella enfrentaba el duro camino que estaba aprendiendo a caminar. Su pose, graciosa y fuerte, afirmaba que estaba segura de sus pasos. Tomé una foto para recordarme que era capaz de transformarme en ella. Luego, envolví un pañuelo alrededor de mi cuello, abracé a mis dos amigas que habían aceptado marchar conmigo, y juntas caminamos a la marcha. El aire del verano tardío era lo suficientemente cálido y suave como para vestirme solo con él.
Llevé mi pelo hacia un costado y caminé bien derecha, con los hombros hacia atrás, para que cualquiera que me siguiese pudiese leer la leyenda del muro. Durante las pocas horas de la marcha, ningún hombre me transformaría en alguien vulnerable. Por una vez, mi vulnerabilidad sería una elección.
En el Día Internacional de la Mujer 2018, marché con el torso desnudo por la Avenida Pedro Montt hacia el edificio del Congreso Nacional. La manifestación comenzó como todas las marchas del Día de la Mujer deberían ser: alegres, con una fuerte dosis de justa indignación. Madres e hijas, hermanas y vecinas marcharon, bailaron, cantaron consignas, hicieron malabares y tocaron los tambores. (Chile sí es una tierra de mujeres fantásticas). Había también muchos padres, hijos, novios y hermanos, alzando a sus niñas pequeñas sobre los hombros para que viesen las mujeres marchando. Valparaíso había dado lo mejor de sí misma.





Marcha del Día Internacional de la Mujer 2018; Valparaíso, Chile. ©2022 Sara Alura Rupp
Para mi vergüenza inicial, mi amiga y yo éramos las únicas en protestar las leyes discriminatorias que indican arrestar a una mujer que, buscando el sol o una brisa sobre su piel, expusiese sus pechos en público. (¿Qué es lo que en nuestra vulnerabilidad encuentran tan amenazante? Debe ser que nuestra desnudez los asusta—nuestra piel desnuda muestra nuestra falta de miedo). Nunca antes me había mostrado en público con el torso desnudo, pero la timidez se me fue cuando mujer tras mujer me preguntaron si podían fotografiar mi espalda.
Allí, donde la Avenida Pedro Montt encuentra la Calle Simón Bolívar, los festejos se detuvieron. Una barricada policial esperaba la llegada de la manifestación. Al comienzo, la policía permaneció impasible ante las mujeres bailando con sus hijas, hijos, y amigos, pero, a medida en que la muchedumbre se volvía más exultante ante la barricada y los tanques que esperaban, la policía comenzó a impacientarse. Es hora de volver a casa. Enviaron una advertencia: agua fría embebida con gas lacrimógeno. Cuando esto solo logró incitar a la muchedumbre a cantar y gritar más fuerte las consignas, los policías levantaron sus escudos, se formaron y abrieron la barricada. Espesos chorros de agua y gas lacrimógeno salieron disparados de los tanques, rociando a la muchedumbre de niños, hermanas, parientes, vecinas y amigos.
Cuando el aire alrededor de una, de pronto y de modo invisible, se vuelve tóxico, tu cara arde, como si la mano de un gigante te hubiese cacheteado. Su mensaje hace picar tu nariz, tu garganta, tus pulmones, y cuando ya no puedes abrir tus ojos o respirar, haces lo único que puedes hacer—correr.





Av. Pedro Montt. Marcha del Día Internacional de la Mujer 2018; Valparaíso, Chile. ©2022 Sara Alura Rupp
La gente se escapó hacia las calles laterales o se amontó en los negocios. Las veredas se mancharon con agua tóxica. Tres tanques avanzaron a través de las calles ahora vacías, lanzando el gemido de sus sirenas contra los apartamentos de postigos cerrados. Eché una mirada y vi a una mujer trotando y deteniéndose, en una huida poco eficaz. Cada pocos metros, se detenía y cambiaba a su hija de cuatro años de una cadera a la otra. Furiosa, gritaba por encima de su hombro a los tanques sin rostro.
¿No pueden ver que hay niños aquí? ¿No podían haber esperado?
Pero, ¿cómo puedes oír la voz del amor y de la razón cuando estás avanzando en formación, encerrado dentro de tu casco y de tus botas y chaleco antibalas; con las órdenes de tu supervisor llegando a tu oído y con las sirenas afuera, sonando tan fuerte que callan cualquier susurro de esa misma, tranquila voz que sale a la superficie en tus pensamientos?
La mujer recogió a su niña y continuó su marcha tenaz retrocediendo hacia el camino por donde habíamos venido, hacia el comienzo esperanzado del desfile en Plaza Victoria. El estado también había dado lo mejor para este desfile en marcha atrás: siguiendo a la madre, había tres tanques y diez carabineros. Los policías formaban dos estrechos grupos de cinco hombres cada uno. Dos iban adelante abriendo camino con sus escudos de plástico; los otros tres ponían su mano izquierda sobre el hombro del hombre que lo precedía. Así, unidos, se iban abriendo paso. A quién estaban persiguiendo, eso no lo sé. Las calles estaban vacías y tan húmedas que reflejaban un borroso mundo invertido de fragmentos de edificios confundidos entre dos sombras ambulantes. En el pavimento húmedo, los diez cascos y los diez pares de botas se fundían en una mancha de tinta que paseaba de charco en charco, salpicando las luces de la calle.

Av. Pedro Montt. Marcha del Día Internacional de la Mujer 2018; Valparaíso, Chile. ©2022 Sara Alura Rupp
Mi amiga y yo dejamos de correr cuando llegamos a una pequeña plaza fuera de la calle principal. La gente se estaba reuniendo para escurrirse el pelo y quitarse parte de las ropas mojadas. El gas lacrimógeno agriaba el aire y brotaba también de nuestros poros. Mi amiga y yo no teníamos ropas para quitarnos. Nos miramos a los ojos que chorreaban y aspiramos bien hondo. Nuestro primer bautismo chileno, dije, y gritamos vivas y nos abrazamos.
Quiero ser clara: el sentimiento de la plaza era de felicidad. Triunfante. Vivo. El sol poniente se abrió paso en el aire con un resplandor dorado. La gente estaba riendo bajo esa luz descarada mientras se sacudía el agua. Unos pocos se pusieron a cantar las consignas rítmicas: ¡La revolución será feminista o no será!
¿Qué era eso que bailaba en el aire entre nosotras que era punzante y más potente que los químicos aferrados a nuestra piel? Creo que era la esperanza triunfante. Nuestro escapar tenía un elemento de intención. No habíamos escapado de una máquina, ni siquiera de un grupo de hombres desesperados. La misoginia es más sutil que el acero y las botas—es un odio que nos invade a todos. Es la causa de que una mujer odie su propio cuerpo por su femineidad (curvas, sangre, vientre) y también por aquello que no-es-lo-suficientemente femenino (músculos, cerebro, pelos). Provoca a los hombres a que degraden a las mujeres y también a que nieguen sus propios así llamados “rasgos femeninos” (cualquier suavidad en el carácter o en el cuerpo, cualquier inclinación hacia el cuidado amable).
Si es allí, dentro de y entre nosotros, donde reside el odio, y si el odio está engendrado por el miedo…miedo al Otro, que en realidad es miedo al extraño acechando dentro de uno mismo…entonces el celebrar a las mujeres, el agruparse para compartir la pena, corear consignas, bailar e incluso escapar juntas—estos deben ser entonces los primeros rechazos de ese miedo, las primeras manifestaciones de una revolución de amor. Porque el miedo y el odio no comienzan ni en la calle ni en el campo de batalla (ni en la casa transformada en centro de tortura, ni en la marcha transformada en persecución). Comienzan en el corazón, y es allí, de donde hay que arrancarlos de raíz.
Aquel aterrorizado y aterrorizante muchacho y cada hombre sexista desde entonces, me envenenaron con su miedo y el mismo odio de pesadilla. Es esa clase de miedo la que te lleva a esconderte de tu propio amado, asediado yo; la clase de odio que te vuelve tan amarga e incapaz de intimidad como ellos.
No era de él de quien escapaba todos esos años, ni siquiera de mi yo empequeñecido, al que combatía para liberarme de él.
Era el miedo mismo aquello a lo que temía sucumbir, el odio mismo en el que odiaba convertirme.
Así que allí estaba, por fin expuesto—encontrado, nombrado, dicho, bendecido.

Av. Pedro Montt. Marcha del Día Internacional de la Mujer 2018; Valparaíso, Chile. ©2022 Sara Alura Rupp
Una acusación muy común atribuida a las feministas es que odiamos a los hombres—una acusación cómoda y peligrosa. El odio a ciertos hombres y el desprecio a los sistemas opresivos es una comprensible, e incluso, visceral reacción. Pero el odio es el veneno del sistema y el miedo, sus cadenas. No podemos abrazar esas debilidades si es la liberación lo que buscamos, y no podemos erradicarlos de nuestros corazones sin tampoco reemplazarlos con amor radical por una misma y por los demás. Un amor que ilegalmente desnuda los pechos de su cuerpo. Un amor que se arrodilla en obediencia a la causa de que su vida importa. Un amor que quema salvia sobre las aguas y ruega por la paz entre la tierra y sus criaturas. Un amor al que la realidad le importa lo suficiente como para gritar a los hombres que la persiguen, a ella y a su hija.
¿No pueden ver?, grita ese amor. ¿No pueden oír?
Este amor se dirige a sus enemigos como a los seres humanos que ella cree que son, no los opresores sin rostro que ellos pretenden ser. Tan avergonzados están por el poder de esa mujer, que los hombres permanecen en silencio detrás de sus escudos alzados. Es posible que nunca aprendan a bajarlos y a rendir su falsa seguridad. Pueden continuar marchando para siempre bajo la ilusión de su poder.
Duerme tranquila niña inocente,
sin preocuparte del bandolero,
que por tus sueños dulce y sonriente
vela tu amante carabinero.
La madre cambia a la niña de una cadera a la otra y así la lleva todo el camino de vuelta a casa.
La niña esconde su cabeza cerca del corazón que late fuerte. Confía en ese sonido mucho más de lo que teme a las sirenas.
Corro hacia la vereda que está entre ellas y los policías—mirando, recordando.
Mi amiga pone su brazo alrededor mío y me dice: Vamos, sigue adelante. Cuando lleguemos a casa, empapadas y con el ardor del gas lacrimógeno, prepararemos la once con nuestras hermanas y hermanos y les contaremos todo lo que vimos y sentimos.
Ahora dime: ¿Quién en esa escena está más oprimido por el patriarcado y la misoginia y quién será el más capaz de liberarse?
No comprendí todo esto en aquel día de marzo. Creo que voy a pasar mi vida entera combatiendo, fracasando, y aprendiendo a apartarme de ese miedo y de ese odio solitario que dividen el yo. El transformarme en la mujer de mi reflejo puede tomarme muchos años y obligarme a elaborar muchas palabras. Pero, por primera vez, vislumbré que el miedo aflojaba su garra durante aquellos momentos en la plaza, cuando habíamos dejado de correr y podíamos cuidar de nuestra piel quemada. El miedo salió huyendo de las bocas de la gente en el resuello de las carcajadas de sorpresa. Se disipó en el calor de sus abrazos. Se transformó en la energía apasionada que se elevaba en los ritmos de sus canciones.
Es a eso a lo que la liberación de la misoginia se parece en una civilización humana que jamás ha experimentado la igualdad de género. Es así como la temida revolución feminista está redefiniendo la palabra poder.

“Auto-retrato IV”
Después del guanaco. En la noche del 8 de marzo de 2018, un artículo en las noticias locales informó: “Las manifestantes… luego de cumplir con el trayecto, se retiraron en total calma a sus hogares.” ©2022 Sara Alura Rupp
IV
Durante toda la noche del 8 de marzo, escribí la historia de mi liberación y la represión de la manifestación. Las palabras contienen poder—usando el tiempo pretérito al contar mi historia ayudó a colocar el acoso en su lugar lejano, allí donde sus sombras no pudieran ya más eclipsar el presente. Por primera vez usé la palabra abuso en vez de “lo que me pasó”. Esa sola palabra hizo que mi trauma fuera comprensible, le otorgó lógica.
Yo sabía que la curación completa que yo buscaba sólo era posible dentro de una comunidad. Y así, el 9 de marzo publiqué en Facebook la historia y las fotografías de mi protesta.
Si descubrir mis pechos en público había resultado abrumador, revelar mi historia más privada fue terrorífico. En las siguientes semanas me encontré en una inesperada montaña rusa emocional. Nunca antes me había sentido más vulnerable. Nunca me había sentido tan destrozada por el dolor. Me estaba dando, por fin, el permiso de acongojarme por el abuso que sufrió la joven que yo había sido. Al hacerlo, la honré. Le dije que ya no tenía más que huir del pasado. Es saludable sentirse indignada y dolorida: ese dolor prueba que, en el fondo, sabes bien cómo mereces ser tratada. Al atender a tu dolor, te tratas con el amor y el respeto que la persona abusadora te negó.
Mi dolor entonces aumentó hasta abarcar los innumerables hostigamientos acumulados durante mis veintidós años de ser mujer, y luego desbordó las barreras de la piel y del yo para abrazar el sufrimiento de las mujeres en todas partes, en todas las épocas. ¿Quién podía saber que una curación intencional y profunda podía llegar a ser tan dolorosa? Pero, así es el amor: si verdaderamente vas a amar a tu vida en toda su fragilidad y naturaleza, debes estar dispuesta a llorar por todas las heridas infligidas, por más penoso que sea ese proceso.
Mi largo proceso de curarme del trauma iba en paralelo con el proceso de dolor. Durante el abuso estuve muda, en shock…luego negué durante tres años… y luego la rabia apareció, pidiendo una retribución…siguieron los intentos de negociar con la situación y fallaron. (Si solo él me hubiese ignorado; si solo hubiese sido yo una de esas chicas más audaces y valientes; si solo el mundo se hubiese despertado.)
Porque la “situación” con la que tenía que ajustar cuentas no era en realidad mi pequeña historia personal de abuso. Era toda la historia del mundo, el sistema violento en su totalidad. (El que ignoraba mis pedidos para que se autodestruyese). Mejor y más fácil entonces, enfocar mis esfuerzos de curación en mi pequeño rol dentro de esa historia y ese sistema. Mirado de ese modo, descubrí una fortalecedora verdad, llena de humildad: el pasado es inmutable y también lo son las heridas. Negociar con el pasado solo coloca la culpa en la persona herida y no en la que causó el trauma.
Había intentado todo. Nada cambió los hechos. No había nada más qué hacer salvo contar la historia sin vueltas: padecí un intenso abuso durante un tiempo. Me afectó profundamente. Todavía hoy me afecta, y siempre lo hará. Y ahora aquí estoy—incapaz de divorciarme de dicha historia, así que lo mejor será que la escriba como lo que es, la mía.
La aceptación se instaló en su lugar como una roca. Al hacer el duelo por un ser querido, eventualmente integramos su ausencia dentro de nuestras vidas que continúan. Al curar un trauma, finalmente nos aceptamos a nosotros mismos tal como somos. Ponemos un brazo amigo alrededor de nuestro latiente, golpeado corazón y decimos, Vamos, sigue adelante. Ya estás en casa.
A pesar de mi ansiedad al compartir mi historia, fue un alivio el poder por fin hablar del pasado. Las conversaciones que mi “mostrarme al mundo” me obligaron a tener, fueron comprobadamente terapéuticas, en tanto fui descubriendo no sólo cuánta gente era capaz de amar, sino cuánto podían comprender. Y luego vino el alivio final. En algún momento de las semanas que siguieron, me di cuenta de que lo había perdonado.
Guardé la computadora, el teléfono. Me fui con mis amigas a hacer largas carreras a lo largo de la costa. Nos fuimos de campamento. Hicimos dedo hasta Argentina. Volvimos a casa. Llamé a mi mejor amiga del colegio secundario. Me dijo que tenía algo para mí. Él se había puesto en contacto con ella. Había leído mi texto y le había enviado un correo electrónico. Solo había escrito buenas cosas. ¿Estaba yo lista para leerla?
Le dije que sí, pero en realidad quería decir no. ¿Cuándo está una lista para leer semejante carta?
Yo estaba satisfecha con la curación lograda durante los últimos meses. La cicatriz persistente había sido expuesta y luego puesta a descansar, y la herida tan completamente cuidada, que ya no quemaba. La perspectiva de una disculpa por parte de él parecía algo tan desubicado que jamás había pensado en quererla.
Pero a veces nuestras necesidades más profundas, se anuncian a sí mismas solo en el momento en que son atendidas. Y la mayor parte del tiempo—he llegado a creer—subestimamos la capacidad de las personas para lamentar, reflexionar, buscar al otro (y, humildemente, profundamente y con todo el corazón, confesar su crimen).
Mientras leía su carta, una gran paz me rodeó, atravesándome enteramente. Y admiración. Durante seis años, él había permanecido inalterado en mi memoria y en mis pesadillas. Pero el “él” real, había pasado estos años en una sincera, desgarradora introspección acerca de lo que había hecho. Se había detenido a aprender acerca del acoso como una forma de abuso: él escribía ahora acerca de esto con una ardiente conciencia de los hechos. No daba lugar a su pasado yo a que diese excusas. Se comprometía para vigilar ese tipo de conducta en él y en otros hombres. Tuve el sentimiento de que, si lo volviese a encontrar algún día, no lo vería como a un enemigo, sino como a un aliado.
Había imaginado muchas veces qué haría si volvía a cruzarlo por casualidad. Cada escena posible incluía alguna variación de helada respuesta, hirviente ira, y patadas voladoras. Pero cuando me senté a escribir la carta más importante de mi vida, lo que me salió me sorprendió.
Le agradecí. Su carta me había dado un cierre que pensaba nunca iba a recibir. Me sentía feliz por él—según lo que había comprendido, él había cambiado su vida y su corazón, un hecho nunca fácil. Le dije que yo estaba en paz conmigo misma, y orgullosa de estarlo. Hasta hacía unos pocos meses, yo había sucumbido a la falacia de que, cuando de un trauma psíquico se trata, mis opciones eran salir adelante o aguantar. Ahora sabía que podía ser de otra manera. Y estaba contenta de que él también se hubiera permitido nuevas opciones.

Auto-retrato V ©2022 Sara Alura Rupp
V
Ahora, cuando la gente me dice, ¡Qué valiente eres!, ya sé cómo responder.
Valiente, no. Impaciente, sí.
Estoy impaciente por ver el día en el que el hogar sea un lugar seguro donde cada niña y cada mujer puedan ir (y entrar). Estoy impaciente por ver el día en que mi cuerpo desnudo sea eso—mi cuerpo—y no un acto político. Estoy impaciente por ver el día en que dos países a los que llamo “mi casa” dejen de ser “hogares” que expulsan, reprimen y encarcelan a sus inmigrantes y ciudadanos. Estoy tan impaciente que no puedo esperar más. Pueden pasar generaciones antes de que el mundo sea un lugar seguro para que las mujeres vivan en él, amen y viajen sin miedo. Pero quiero ver ese mundo ya, mientras estoy viva, para disfrutar de él. No es la valentía la que me empuja a arriesgarme, sino el egoísmo—un reclamo radical a mi derecho humano a vivir bien y amar en libertad.
Hacer dedo sola y manifestar con el torso descubierto van en contra de todo mi instinto de defensa como mujer. Pero, descubrí que mi libertad se apoya en cada riesgo que elijo asumir conscientemente.
El compartir mi historia precisó conversaciones que estaban postergadas desde hacía años. La más emocional fue con mi madre. Su voz llegó desde las seis mil millas que nos separaban, sonando suave y asustada, tierna y herida. Su bebé había sido perseguida con gas lacrimógeno y antes acosada en su ciudad natal. Todo lo que ella quería era sostener a esta asustada y silenciosa chica de diecisiete años, pero aún el intenso abrazo de una madre no puede abarcar seis años y seis mil millas. Así que, en cambio, le dio a su hija su bendición.
Ah, mi amor, solo espero que lo que te sucedió, no haga que tomes decisiones basadas en el miedo.
¿Cómo sabía que era eso exactamente lo que estaba tratando de superar en mi vida? ¿Cómo había reunido el coraje para dejar que su amor anduviese libre sobre esta vasta y peligrosa tierra? Espero enterarme algún día.
Por ahora, le dije, esto aprendiendo. Estoy aprendiendo que el acto de vivir es en sí mismo un riesgo. Que los que están en el poder, a menudo insisten con fuerza en que cómo llevemos a cabo ese acto, depende de nuestro género, raza, clase, credo. Que ellos querrían que nosotros creyésemos que nuestra vulnerabilidad es total. Que querrían que olvidásemos que hay algunas vulnerabilidades que podemos elegir. Que nuestra libertad reside en la única decisión real que nos queda: huir con miedo o caminar con amor. Que el mismo duro camino se presenta como un terreno bien diferente cuando lo recorremos juntos.
Siempre me sorprende nuestra marcha impaciente. Me da esperanzas. Mientras amemos, no dejaremos de ser vulnerables. Pero, ¿no es esa nuestra fuerza? ¿Y no es esa nuestra belleza?

Recuerdos de la semana de 8 marzo 2020 durante el estallido social.
Nota de autora
enero 2020
La versión original de “Camino libre” fue escrita en los meses que siguieron al mes de marzo de 2018. Tras el estallido social que comenzó el 18 de octubre de 2019, sé que ha llegado por fin el tiempo de compartir este ensayo.
Como la manifestación en Valparaíso el 8 marzo 18 mostró, la represión violenta de protestas pacíficas no se detuvo después que el régimen de Pinochet hizo su transición a la democracia en 1990. La fuerza de policía chilena, los Carabineros, junto a las fuerzas armadas chilenas, han continuado con la tortura, las detenciones arbitrarias, las desapariciones de activistas políticos, y la represión de las protestas a lo largo de las últimas tres décadas.
El 18 de octubre de 2018, los estudiantes secundarios de Santiago saltaron por encima de los torniquetes del metro en protesta por el alza del costo de vida. Su protesta inspiró una masiva demostración pública de las aflicciones tras treinta años de abuso estatal. Las protestas nacionales masivas de Chile claman por una reforma democrática de la extrema desigualdad económica; de las políticas neoliberales; de los deficientes sistemas de salud pública, educación y sistemas de jubilación; de los abusos ambientales; de la represión política; de las violaciones de los derechos de las mujeres, los pueblos indígenas, y la comunidad LGBTQ; y de la brutalidad policial.
Aunque millones de chilenos están protestando pacíficamente, las fuerzas del presidente Sebastián Piñera han desatado una ola de brutal represión no vista desde los días de la dictadura. Desde octubre de 2019, la policía chilena y las fuerzas armadas han cometido abusos a los derechos humanos incluyendo tortura (879 casos), detenciones (9.789) y desapariciones; violaciones, desnudez forzada, y ataque sexual (192 casos); y el tiroteo, golpiza y matanza de ciudadanos desarmados. [Estadísticas del Instituto Nacional de Derechos Humanos; 31 de enero de 2020].
En medio del terrorismo estatal, un nuevo grito de batalla se ha elevado en las calles de Valparaíso: “El violador en tu camino”, creado por el grupo de teatro feminista LasTesis. Su performance convocó a miles de mujeres a ocupar las calles de Valparaíso, Santiago y otras ciudades chilenas, y rápidamente se extendió a otras ciudades alrededor del mundo.
El 8 de marzo de 2020, las mujeres chilenas van a llevarse antiparras de seguridad y máscaras antigás cuando una vez más salgan a las calles para exigir que se termine la violencia del estado y de género.
En cuanto a mí, el largo camino hacia la curación que comencé el 8 de marzo de 2018 me llevó más recientemente a buscar una terapia psicológica, donde descubrí que el miedo y la rabia contra los que luché durante ocho años eran en realidad síntomas de un trastorno de estrés postraumático, más conocido como TEPT (en inglés, PTSD. Los sobrevivientes de abusos a menudo sufren este mismo trauma psicológico que los soldados en combate). Y realmente había una herida, escondida dentro de mi amígdala, tálamo, corteza pre-frontal medial y otras partes del cerebro que procesan la memoria y el peligro. Las huellas digitales de mi agresor estaban en todo mi cerebro. La herida en mi cerebro eres tú.
Así mi historia se cierra junto a millones de otras que están aún siendo escritas, en una abrumadora saga de opresión de las mujeres. La lucha no parece terminar nunca. Sin embargo, pequeñas victorias suceden todos los días, tal como siempre han sucedido.
Te invito a compartir este ensayo como una forma de protesta y solidaridad con nuestras hermanas y nuestros hermanos chilenxs que luchan por sus derechos y sus vidas.
Y así, caminaremos a casa, juntas y juntos, ¿no?
– Sara Alura
Valparaíso, enero 2020

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